El libro de Fernando Soriano, (que no es el jugador de futbol) «Marihuana: la historia», es un prolijo repaso por diferentes momentos de nuestra historia y de la historia del mundo definidos por su relación con el cáñamo, el cannabis o el THC, depende del nombre que se le quiera aplicar con mayor o menor espíritu científico. Así, pasamos de la utopía nunca realizada de Manuel Belgrano por lograr amplias plantaciones de cáñamo en nuestro país con el fin de reemplazar las importaciones que se realizaban de la fibra de la planta (la cual era utilizada para producir ropa y velas para los barcos, cuestión importantísima si pensamos en los efectos directos sobre el dominio marítimo de cualquier nación); luego, por las referencias al consumo de la noble planta instalados en la cultura popular, desde el candombe de los afroargentinos al tango y el rock; terminando en el desarrollo de las copas cannábicas y las notables aplicaciones de la marihuana en diferentes tipos de enfermedades que van desde varios la epilepsia hasta el cáncer. La marihuana, nombre de algo indefinible que se pasea a veces por el lugar de la rebeldía adolescente, otras, por el de la más cerrada prohibición y condena del poder político y la sociedad, es también el título de una bandera que varias agrupaciones levantan en contra del narcotráfico y a favor de la mejora en la salud de varios afectados o, incluso, en el más intrigante devaneo mental.
“Escribir el libro fue un impulso que nació de las ganas y la necesidad de que haya más información a disposición de los realmente interesados en la cuestión del cannabis”, comenta Fernando Soriano, periodista y colaborador regular de la revista THC. “También me llevó la curiosidad, la información para consumo personal, antes que nada. Yo también quería saber más. El disparador del libro es el absurdo de la prohibición, la injusticia, sus argumentos débiles, en contraste con los misterios mágicos de la planta: su composición psicoactiva, sus dotes medicinales, su nobleza como fibra, su influencia en artistas, o su espacio determinante en ciertas religiones. Quería contar ese origen y cómo se propagó, sin dejar de lado la mirada negativa, que termina en un barrio de Moreno con dos pibes presos por dos porros, o uno suicidado en un calabozo de Pilar, o enfermos que tienen que patear los pasillos de Tribunales y los palacios legislativos para poder usar una planta que les regala calidad de vida hasta hace un tiempo inesperada”. Marihuana: la historia resulta así no solamente un compendio de anécdotas asombrosas ligadas con la “plantita” de la discordia, sino que es también una seria investigación histórica que organiza datos y permite disponerlos en un relato por demás coherente, cuya protagonista principal es la misma idea de libertad que arrastra la civilización occidental desde tiempos inmemoriales hasta el presente. El ser humano y sus drogas: dos cosas que, por más que nuestros tiempos ascéticos y prohibicionistas quieran ver por separado, tienen tanto en común que perfectamente puede ser uno sinónimo de lo otro.
Ante la ley
Una historia de la libertad es también una trágica novela de la prohibición. Entre capítulos con tono utópico que buscan recordar una Argentina posible o vuelven sobre momentos dentro de nuestras latitudes en donde la plantación y el consumo no tenían ningún tipo de persecución acérrima –como la mítica plantación de cannabis en la localidad de Jáuregui, Luján, por parte de Julio Steverlynk, único que se asomó al proyecto revolucionario de Belgrano–, tenemos amplias secciones dedicadas a revisar la construcción de una legislación que prohíbe la marihuana en diferentes partes del mundo al mismo tiempo que beneficia a ciertos grupos económicos, dedicados o no al narcotráfico, cuyo negocio se ve amenazado por el autocultivo. Quizás el papel de villano de esta historia se lo lleva Harry Jacob Anslinger (1892-1975), director de la Oficina Federal de Narcóticos de los Estados Unidos, un antecedente de la famosa DEA, quien, llevado por su ambición de destacarse dentro del panorama de las fuerzas de seguridad norteamericanas, llevó adelante cruzadas en contra de varias drogas. En 1914, luego de la prohibición de la cocaína y la heroína, Anslinger tenía muy poco tiempo que dedicar a la marihuana, la cual consideró que sólo podía ser controlada por las dependencias específicas de cada Estado y no necesitaba de las fuerzas federales. Pero, en 1934, tal como lo explica Soriano, su actitud con respecto al cannabis cambió. Por un lado, vinculó a la droga con la llegada de inmigrantes latinos, sobre todo, mexicanos, que aparecían en las portadas como víctimas de ataques psicóticos que los llevaban a cometer hurtos o asesinatos. Por el otro, empezó a presentar atrocidades que afectaban al corazón del puritanismo del país del norte: historias en donde, tras fumar un “cigarrillo de marihuana”, algunas chicas se convertían en víctimas de las estrategias de seducción de estudiantes “de color” que las convencían de practicar relaciones sexuales. Para el Estados Unidos posterior a la crisis del ‘30, cualquier excusa para buscar un responsable interno pero, supuestamente, externo y ajeno (mexicanos, afroamericanos, etcétera) era bien recibida, así que Anslinger vio más temprano que tarde crecer su pequeña oficina a un ritmo imparable, que lo llevó a contratar más personal y, por ende, a tener más recursos a su disposición. De ahí a las películas que mostraban el flagelo del consumo, como Marihuana! (1935) o la famosa Tell Your Children (1936), luego conocida como Refeer Madness, había muy pocos pasos.
Uno de los motivos centrales que impulsaron la prohibición que llegó al congreso norteamericano a medidos de la década del ‘30 tiene que ver otros sectores “legales” del comercio fuertemente interesado por sacar al cáñamo de entre la lista de competidores. La megaempresa de Lammont DuPont, responsable de la creación del nylon, material sintético destinado a la producción textil, junto con la corporación Hearst (implicada en la fabricación de papel prensa) veían en las plantaciones de marihuana un enemigo de sus propios productos, por lo que ejercieron una fuerte influencia, junto con Anslinger, en la prohibición firmada por el presidente Franklin Delano Roosevelt el 1º de octubre de 1937. Los demás países copiarían el modelo prohibicionista y lo importarían a sus propios territorios.
La Argentina no quedó ajena a este impulso restrictivo. La ley 20.771, promulgada en octubre de 1974, establece en el artículo sexto que “será reprimido con prisión de entre uno y seis años el que tuviere en su poder estupefacientes, aunque estuvieran destinados a uso profesional”. Sin determinar qué se entendía por “estupefacientes”, esta ley, impulsada por López Rega e iluminada por la llamada “guerra a las drogas” que anunció Richard Nixon a finales de los ‘60 (y que luego tendría un impulso más vigoroso durante la década en el poder de Ronald Reagan), fue ratificada durante la última dictadura y llevó a prisión a varios consumidores que tenían en su poder uno o dos porros. En 1979, la Policía Federal había llegado hasta el punto de desarrollar un Manual Policial de la Toxicomanía, en donde buscaba ilustrar a los oficiales acerca de los efectos del consumo de algunas sustancias, siempre teniendo en cuenta el mantenimiento de la buena moral de la patria. La presente ley sería derogada recién en 1989, y suplantada por la actualmente vigente 23.737 que, como todos sabemos, determina en su polémico artículo 14 la pena de prisión de uno a seis años por posesión de estupefacientes y la pena de uno a dos años de prisión “cuando, por su escasa cantidad y demás circunstancias, surgiere inequívocamente que la tenencia es para uso personal”.
EL CAPÍTULO RELACIONADO CON MANUEL BELGRANO.
Sería gracioso pensar que Belgrano era un “fumeta”. No es que quería tener el país lleno de porro, sencillamente porque es probable que desconociera los efectos psicoactivos. No existen registros que hagan creer que durante su formación en España el joven Manuel conociera que el hachís -cuyo uso es históricamente tradicional en la cultura árabe y por consecuencia territorial en la península ibérica- es la resina del cannabis. Y menos que lo hubiera probado. Lo que sí conocía bastante al detalle, gracias a su experiencia al otro lado del Atlántico, eran los beneficios industriales y comerciales de la planta y algo de su forma de cultivarla.
Aunque no lo cuentan las maestras en las escuelas, Belgrano imaginó una bandera celeste y blanca y también una tierra forrada de cannabis. Quería llenar el suelo del Virreinato del Río de la Plata con esas pequeñas semillas verde oliva, amarronadas. Desde 1786, cuando empezó su ilustración en Europa, donde estudió Derecho y forjó sus conocimientos en política económica, Belgrano captó rápidamente la posibilidad de un negocio redituable para el Reino. Y cuando en 1794 regresó a Buenos Aires para hacerse cargo, a perpetuidad, del Consulado de Comercio del Virreinato, el ciclo de la economía minera, que había monopolizado los siglos anteriores y vaciado de alma y minerales la zona de Potosí, estaba agotado. Por eso él apuntó su idea de progreso a la agricultura y, específicamente, a desarrollar la industria con el cultivo de lino y cáñamo, con la mira puesta en el comercio a través del Atlántico.
La revolución iniciada por Belgrano en su vuelta a casa fue integral. Como secretario del Consulado de Comercio de Buenos Aires, entre 1795 y 1809, escribió quince memorias. Hasta ahora sólo se conocen cinco. La primera, de 1796, se titula Medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio de un país agricultor, y allí sentó las bases de su pensamiento. Al año siguiente, en 1797, registró el primer hito cannábico de la prerrevolución: Utilidades que resultarán a esta Provincia y a la Península del cultivo del lino y del cáñamo. Es una especie de manual, el primero registrado en territorio rioplatense, con sugerencias para los interesados en apostar al cannabis como negocio paradigmático.
Belgrano hablaba en serio, por eso dedicó once páginas exclusivamente a “estas plantas tan útiles para la humanidad”, confeccionadas a partir de los conocimientos que había adquirido tras estudiar la producción de cáñamo en las regiones de Castilla, León y Galicia y la dedicación de leer mucho al respecto.
Las cosas nunca fueron fáciles para Manuel Belgrano. Y como un designio, nunca lo serían para la Patria que parió, y mucho menos para la historia de la planta de cannabis, en Argentina, como en tantos otros países. A pesar de su entusiasmo y de lo fundamentado que estaba su plan cannábico, el prócer se chocó contra la resistencia interna y externa. Desde adentro, los comerciantes colegas de su padre se opusieron a su plan. Los tristemente célebres monopolistas de Cádiz no querían liberalizar el comercio porque su negocio estaba en el contrabando que entraba desde oriente por Colonia del Sacramento, en el actual Uruguay. Y, aunque los Borbones cambiaron la categoría jurídica de las tierras americanas y las convirtieron en colonias que debían ayudar a España a superar el estancamiento, nada funcionó. Para la Corona no se necesitaba en el Río de la Plata pilotos ni barcos mercantes y, por lo tanto, tampoco desarrollar la industria cañamera.
España consideraba que las medidas de Belgrano favorecían la autonomía a partir de la competencia. Y por eso obstruyó las ideas del prócer revolucionario, a pesar de que le hubieran servido para afrontar su crisis. Ese bloqueo español sobre los planes de Manuel, que hasta esa época era un fiel funcionario de la Corona, no hizo otra cosa que anidar en su mente la posibilidad de escindir el territorio del poder y yugo coloniales. No faltaba mucho para la invasión de Napoleón a España, que pronto perdería legitimidad sobre los suelos americanos y ya no tendría a Belgrano de su lado.
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