El trastorno de pánico no es una “moda”, un prejuicio que crece en compañía de otros. No es una afección de la clase media alta neurótica ni un invento de la industria farmacéutica. Hoy se diagnostica más que antes porque hay mucha información circulando y las personas afectadas, de la mano de profesionales de la salud mental, pueden identificar más rápido su problema y recibir el tratamiento adecuado. Psicólogas y psiquiatras confirman que en la pos pandemia aumentaron las consultas por ataques de pánico y trastornos de ansiedad en general. “El ataque de pánico es un fin del mundo que cabe en diez minutos; un cataclismo que se ensaña con el cuerpo y con cualquier vislumbre de sosiego que pudiera haber en el alma. Es un intervalo caótico que lo deja a uno perplejo, agotado y horrorizado ante la posibilidad de un nuevo ataque. Que lo deja a uno en un estado permanente de miedo al miedo”, describe la periodista Ana Prieto en el libro Pánico. Diez minutos con la muerte, publicado por la editorial Marea en 2013.
El miedo extremo
La diferencia entre un ataque de pánico y un trastorno de pánico, como advierte Prieto en el libro, radica en la persistencia. Un ataque de pánico le puede sobrevenir a cualquiera en cualquier momento, apabullarlo durante quince minutos, y luego irse sin dejar secuelas y no volver a aparecer. El trastorno, en cambio, supone que el pánico llegó para quedarse. El pánico se concibió dentro de una categoría exclusiva en 1980, cuando el tercer manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), elaborado por la Asociación Americana de Psiquiatría, decidió incluirlo. “Las crisis de pánico son episodios de miedo extremo en las que se experimentan una serie de síntomas tanto físicos como cognitivos –explica la psicóloga Giselle Vetere, especialista en psicología clínica–. Son una respuesta adaptativa del organismo a situaciones en las que podemos estar expuestos a un peligro; en estas situaciones se produce una descarga de adrenalina, noradrenalina y cortisol que provocan una respuesta de hiperactivación fisiológica, causante de la taquicardia, el temblor, la sensación de ahogo, el mareo”.
Estos síntomas son interpretados en muchas ocasiones como “peligrosos” y de acuerdo al modelo cognitivo aumenta las chances de repetición de las crisis y la aparición del trastorno de la angustia. “El trastorno de angustia supone la aparición repentina, reiterada e inesperada de crisis de pánico. Para diagnosticar trastorno de angustia los ataques de pánico deben ser seguidos de una preocupación persistente acerca de tener más ataques de pánico o sobre las implicaciones, por ejemplo morir o volverse loco”, agrega Vetere. La especialista en psicología clínica observa que la pandemia supuso un aislamiento social sin precedentes y un alto nivel de estrés por varias causas. “El miedo al contagio, la incertidumbre en el ámbito laboral, la pérdida de seres queridos y de las fuentes o modalidades de empleo en muchos casos, la convivencia sin respiro o el aislamiento extremos suponen niveles de estrés altísimos”. Los factores que predisponen al trastorno de angustia o trastorno de pánico son la carga genética, el estrés y ansiedad crónicos o muy intensos y agudos, antecedentes de episodios traumáticos, el abuso de algunas sustancias como la cafeína, y algunas enfermedades como el hipertiroidismo. Vetere destaca que las mujeres tienen una predisposición mayor a padecer trastornos de ansiedad, incluido el trastorno de angustia, “un cuadro muy frecuente que afecta a alrededor de un 3% de hombres y a un 9% de mujeres de la población general”. Los datos que cita Vetere son del National Institute of Mental Health (NIMH).
El médico psiquiatra Pablo E. Resnik, que se dedica a la atención, docencia e investigación en el campo de los trastornos de ansiedad, codirige el Centro de Investigaciones Médicas en Ansiedad (Centro IMA). “El pánico se alimenta de la incertidumbre, de la tensión, de la inseguridad, de la imposibilidad de control del medio ambiente. La pandemia generó mucho esto y lo que deja es como si el mundo hubiera cambiado para muchas personas en cuanto a la percepción de qué pueden controlar y qué no, qué puede suceder y qué no, qué pueden prever y qué no. El ataque de pánico es como una situación límite del yo, es como si estallara, como si ya no pudiera resistir más. Es como si la incertidumbre, el peligro, la amenaza latente, cayeran sobre uno como un rayo”, compara el autor de Ansiedad, estrés, pánico y fobias (2015) y subraya que “nunca tuvimos la cantidad de consultas que tenemos ahora por trastornos de ansiedad en general, muchísimo más que lo normal, de hecho estamos siempre medio colapsados”.
El gusano de la angustia
Una tarde de febrero de 2012 Analía Giménez, abogada que entonces tenía 30 años y un hijo de dos años, salió del trabajo y se tomó el subte en la estación Uruguay de la línea B. Tenía que viajar hasta la estación Malabia; pero empezó a sentir un malestar en el cuerpo y que le faltaba el aire. “Me desmayo acá”, pensó. Una estación antes de Malabia se bajó. “No aguanté más el miedo y el malestar que tenía”, repasa y cuenta que se fue hasta una farmacia porque creía que le había bajado la presión. Le tomaron la presión y estaba bien. Como estaba a cinco cuadras de su casa, juntó coraje y caminó. “Tenía la visión borrosa; sentía como que estaba fuera de mi cuerpo”. Cuando llegó a su casa, se tiró en el sillón y le dijo a su mamá, que estaba cuidando a su nieto: “No puedo más, me falta el aire, no puedo respirar”. La madre de Analía llamó a la ambulancia. La revisaron y le dijeron que podría haber sido “un golpe de calor”, que descansara y que al otro día iba a estar bien.
Le tiembla la voz a Analía al reconstruir lo vivido. Al día siguiente volvió a trabajar y durante esa semana tuvo dos ataques de pánico más. Uno fue en el trabajo, a la mañana, y la tuvo que ir a buscar su marido. Volvió la ambulancia a su casa, la revisaron una vez más y no encontraron nada. Le recomendaron que se hidratara bien. El tercero fue en su casa; tenía terror a desmayarse, sentía que iba a vomitar y la invadió, sin piedad, un ejército amotinado de palpitaciones. Tenía la presión alta y estaba con 125 pulsaciones por minuto. “Te tengo que internar”, le anunció el médico. Estuvo cinco días internada y aprovecharon para realizarle diversos estudios. “Al principio creían que podía tener una bacteria en el corazón. Recuerdo estar internada, conectada con las cosas que sonaban todo el tiempo porque no me podían bajar la presión”. No encontraron nada, le dieron el alta y le sugirieron que fuera a ver un psicólogo. Los síntomas se incrementaron. La angustia era como un gusano que se arrastraba por su pecho. No podía salir a la calle; tenía agorafobia, que es un miedo y ansiedad intensos que genera estar en situaciones o lugares en los que la persona siente que está atrapada, que no puede salir.
El regreso a la “normalidad”
Analía fue a ver a un psiquiatra “muy reconocido” que la evaluó y le diagnosticó por primera vez trastorno de pánico. En ese momento la medicó con sertralina y clonazepam para estabilizarla porque no podía salir a ningún lado sola, tenía temor a todo, pidió licencia en el trabajo y estaba encerrada en su casa todo el día. “A las dos semanas, la medicación empezó a hacer efecto; dejé de llorar y empecé a sentirme un poco mejor y comencé un tratamiento psiquiátrico y psicológico que mantengo hasta el día de hoy, ya un poco más espaciado y más liviano, donde fui aprendiendo qué es el trastorno de pánico, que es algo que me va a acompañar toda la vida…” Toma aire en esos segundos de pausa y continúa: “fue un golpe bastante duro; pensé que era algo que se curaba”. Los ataques se espaciaron con la medicación. “He tenido meses donde no tenía, pero de repente aparecían y otra vez no podía controlarlos, tenía que subir la dosis de clonazepam hasta que empecé a hacer algunos tratamientos de terapia cognitiva conductual y pude salir sola a la calle, volví a viajar en subte y de a poquito fui retomando mi vida normal”.
“El ataque de pánico no te pide permiso, te agarra en el momento que menos esperás”, señala Analía y revela que ha tenido ataques en el trabajo y también en época de vacaciones. “Es mejor que la persona que está al lado tuyo entienda qué es lo que te está pasando y que te ayude a pensar: es un ataque de pánico, yo estoy acá para ayudarte, quedáte tranquila que no te va a pasar nada. Que te den un abrazo y que te dejen desahogarte es sumamente importante para que la crisis se te pase más rápido”. Ya no tiene “episodios de crisis graves”, pero sí algunos síntomas que aparecen de vez en cuando. “Cuando los detecto me doy cuenta de que es ansiedad. Entonces hago algunas respiraciones o me conecto con algo que sé que me tranquiliza y no llego al ataque de pánico en sí”, reconoce y aclara que le gustaría transmitir a quienes estén pasando por esta situación por primera vez que se puede volver a estar bien y tener una vida normal, “aunque ahora piensen que no”.